Al girar la esquina te espera un universo hostil, y de nuevo desconocido. Los diez primeros pasos son siempre los más difíciles. Tras una larga espera en la que te quedaste en una especie de limbo amargo, caes en la cuenta de que lo único que consigues con todo ello es ver el objeto reflejando la luz solar, proyectando las imágenes sobre tu pupila; sólo una simple visión y ya esta, sin la capacidad de interactuar, con ello. Una realidad-museo. No tocar.
Media vuelta, y casi eres capaz de vislumbrar donde esta la diferencia entre aquí y allí. Como cuando el agua de un río va a parar al mar, y se produce el paso de agua dulce a la desconsolada inmensidad oceánica; los buceadores y buzos experimentados cuentan que por un momento te quedas ciego. Se trata de algo así. Ceguera. Y a ciegas, recorres los 12 primeros pasos, sin saber exactamente como estas ocurriendo las cosas, y a la que te descuidas ya has salido del edificio y estas en campo abierto.
La ciudad ha descendido por lo menos 2 metros con respecto al nivel verdad. Los edificios del centro se perfilan como altos y afilados, horribles y sedientos colmillos. Horribles, sedientos e impersonales. Lo que debe de sentir la carne antes de ser picada dentro de una mulinex. Y sin embargo, eres incapaz de computar toda la información que de pronto, en una explosión orgiástica de sucesos, una explosión que te lapida. Tu cerebro solo es capaz de poder asimilar estímulos, la mirada fija de un desconocido, una paloma blanca sobre un suelo blanco, la figura del semáforo parpadeando, y la sensación del tráfico fluido. Cruzas la calle antes de que se ponga en rojo.
Por un momento eres capaz de objetivizar, y miras el reloj para ver que horas es y si llegas tarde. De hecho llegas demasiado pronto. Poco a poco vuelves a ser tú, y vuelves a mirar el mundo con indiferencia. Frío. Ajeno a todos ellos. Y vuelves a recuperar el tu paso habitual. Hay una diferencia radical entre pasear y caminar hacia un sitio, ya no solo en la velocidad del paso, sino en la percepción de la realidad y en la mirada del perceptor.
Quien pasea observa, admira, se admira, recreándose en todas y cada una de las partes de la calle, desde el contenedor más sucio hasta la ventana más azul. Quien camina, tiene un objetivo, una meta, un fin, y sobretodo, tiempo, tiempo que cada vez es menos y no debería de perder. Prisas. Ahí esta la diferencia, quien observa, lo hace de algún modo, aunque sea con maldad. Quien camina, simplemente tiene prisa. Pero el paso del paseante al caminante no es algo radical. Empiezo a pensar que nada lo es. Se trata de un hecho paulatino. Aún quedan muchos días para que dejes de pasear con la mirada (nunca dejarás de pasear con la mente).
Recorres calles, travesías, avenidas, cruzas plazas, puentes, y pasos subterráneos. Laberintos de rutas que te traen inevitables recuerdos que rebasas pero que te alcanzan en otros lugares, como quien trata de ignorar a su propia sombra. Como quien trata de ignorar el sol en el desierto.
Pero estás ya muy cansado. Mucho, y no puedes seguir caminando, justo ahora que llegas a tu destino. Menos mal. No pongas esa cara. Te invito a una cerveza.
... En el otro lado de la ciudad, el tren arrancó hace ya rato, llevándose consigo otro viajero hacia otro lugar.
“En el desierto del Sahara, dos granos de arena son arrastrados por el viento, con trayectorias paralelas”
Cucaracha Amarilla (Vladimir Poliakov)