miércoles, 19 de diciembre de 2007

caminito del olvido

Te suplico que no pienses más en eso, le repetía una y otra vez aquel hombre de la cara totalmente roja, no obstante enjuto y de cabeza severamente despoblada. Por favor.
No parecía tener autoridad ninguna, ni experiencia que transmitir, pero en su desesperación parecía desear realmente que aquel hombre se calmase. Era, en cierto modo, bastante patético. Su compañero volvía a la carga con las lamentaciones. No, no puedo, he de volver, mi hijo…
El hombre delgado, cada vez más sudoroso, negaba con la cabeza.
Tu hijo no tiene nada que ver en esto, tienes que dejarle hacer su vida, escúchame, tienes que dejarle en paz, le gritaba susurros roncos al hombre de pelo canoso que miraba a todos lados y se apretaba la cabeza, dejando entrever al menos 15 años de fumador.
El hombre del pelo canoso tenía la cara picada y por su cuello trepaba un tatuaje azulado, prácticamente oculto por su jersey de algodón exageradamente grueso.
Se rascaba la cabeza como si tuviese un gremlin arrancándole los pelos, muy agitado:
Pero es que tú no lo entiendes, no tienes ni idea, ¡Joder!
Sus dos figuras se agitaban violentamente en los asientos de plástico, mientras el vehículo crujía en cada curva.

Mi parada llegó cuando el hombre más pequeño, el calvo rojizo, se echó a llorar.

cucaracha homicida (tiempo y verguenza en su justa medida)

jueves, 13 de diciembre de 2007

pero sigo vivo gracias a la vitamina C

“El día que quiten lo de los pollos no sabré llegar a tu casa”

finjamos entonces, que no olemos
el cadáver en el asiento de atrás,
esquivando metal a 150 km/h para que parezca
que no va con nosotros
el vaivén de la agonía,

hagamos los recados como buenos hijos
desde lo alto señalando con el dedo a los disidentes
volviendo a casa por Navidad
al encontrar las calles atrancadas con silicona en la cerradura
siempre que no es viernes

aplaudamos al resto con esa tristeza presente
que va hundiéndose en nuestro pecho
sin darnos cuenta
viendo toda esa gente que va a los cines a llorar
y se secan los ojos,
al salir,
con la sal de su comida
a falta de algo
mejor

ya sabes,
asomarse a la ventana y no ver al pueblo adorador
ni siquiera una sonrisa en tu espejo
que nos ahorre la duda,
y llegar a ver tus ojos a fin de mes
aplaudiendo con las pestañas; apartando
el aire
frío
que se ensarta en los dedos
y te hace dudar de nuevo acerca de
si escribirás alguna vez algo
lo suficientemente bueno

mientras yo, más clásico,
me inclino por preguntarme
por qué somos éxodo
en los lugares cerrados
ajenos al tiempo que,
quizá
espera preguntas
más simples.