sábado, 26 de enero de 2008

Historia de lo nuestro

El Maravilloso atardecer del verano de París. Mientras el sol se ponía por el trocadero, y los últimos y naranjas rayos reflejan contra las sucias aunque siempre románticas aguas del sena Frederich cruzaba le pont d'austerliz en dirección al piso de unas amigas cerca de le jardin des plants. No podía evitar quedar embobado durante algunos segundos por un contexto tan enajenante, y abstraerse de la cruda realidad del año 1842.

Suspiró profundamente. Le duelen un poco los pies. Lo cierto es que está cansado después de una innecesaria caminata bordeando Notredame y la isla de San Luis. Aunque quizás el dolor de sus pies le hizo olvidarse de sus quebraderos de cabeza. Tan lejos de casa, y sin embargo de algún modo con la omniprensete y castrante figura de su padre que le instaba a quitarse pájaros de la cabeza y a centrarse en lo que se tenía que centrar, el legado familiar, la empresa de textiles que la familia Engels que hacia tiempo que llevaba.

Lo cierto, es que siempre en los momentos de soledad y silencio sepulcral, Frederich almacenaba sensaciones contradictorias sobre el tema. Por un lado deseaba volver, ver a sus hermanos, a sus padres, y caminar de nuevo por las calles de Barmen-Elberfeld. Recuerdos maravillosos de su Alemania natal, y sobretodo la visión la nieve limpia en invierno amontonada en las aceras, y el inconfundible aroma de la chimenea, sentando en su sofá, con su inseparable pipa. Pero por otro lado, el nunca podría volver a una Alemania tan injusta, y tan autócrata, y mucho menos a una familia tan injusta y tan autócrata, donde el no era más que un subordinado de su padre (creo que nunca llegó a perdonarle por ponerle a trabajar tan pronto).

Pensando en todo aquello (en lo bueno y en lo malo, a la vez) cruzó el puente y enfiló el Boulevard de L'Hopitalt. Casualidades de la vida, traición de su subconsciente, choco de bruces con la Gare d'Auterlitz, aquella estación de tren en que recogía a los alemanes que venían del exilio, o la que se llevaba a aquellos que agachaban el sombrero, cogían la maleta y volvían a Alemania. Abrió la pitillera que le regalo su prima. Con mucha tranquilidad se colocó el cigarrillo en la boca. Sacó una caja de cerillas, y justo antes de que estas prendieran con el papel del tabaco, dos golpes dieron en su espalda.

-Oye perdona ¿tienes fuego?- una figura garrapiñante, le había pillado con las manos en la masa
- Claro- Frederich le alcanzó una cerilla encendida al sujeto, que trato de encenderse medio cigarro de liar, con pinta de podrido, sin quemar los pelos de su barba estilo afro- ¿Quieres un cigarro también?
-Muchas gracias, camarada- dijo sonriendo con un terrible acento Prusiano, en un francés medio decente.
-¿Alemán?
-Treveiresiano. En ningún momento dude que usted no era de aquí.
-¿Tengo pinta de turista?
-Pues lo cierto es que no tiene pinta de parisino
-Me alegro de escuchar eso- dijo Frederich
-Se trataba de un cumplido- el anónimo personaje de la barba blanca le guiñó el ojo

Frederich, alegre por haberse encontrado con alguien que hablase de la misma lengua siguió andando, y metiéndose la mano en la billetera antes de entrar a casa de chez fronçois, cuando el hombre del cigarro sucio le grito dirigiéndose a paso rápido hacia el:

-Espera paisano ¿tienes prisa?
-No mucha-mintió
-Mira, no llevo un buen día y... me vendría bien cenar acompañado esta noche. Conozco un buen restaurante, y no queda del todo lejos... y siempre viene bien la compañía de alguien que te entienda sin esfuerzos. Así que... - en aquel momento, Frederich le miró de arriba a abajo, y vio a un podré viajero sin comida y bastante mal vestido, que solo tenía media triste colilla, y quien sabe un sitio donde dormir.
-Si la comida es buena...- le devolvió el guiño del ojo- hace tanto que estoy fuera que me vendría bien practicar el alemán
-¡De puta madre!
-Yo soy Frederich Engels
-Me llamo Karl Marx, pero tú puedes llamarme Carlos, suena como más exótico ¿no?, Carlos, es en castellano. Frederich ¿eh? me suena tu nombre. ¿Hace mucho que estas por aquí? ¿Eres escritor? Porque creo que he publicado o leído alguna cosa tuya. ¡Oh, claro! no te lo he contado. Soy editor, de un periódico. Bueno en realidad era. Bueno en realidad soy Filósofo. Empecé derecho pero no me fue bien, me aburría mucho en las clases, y acabe dejándome, ya ves ¡cosas de la vida! ¿De que parte de Alemania me has dicho que eras?
-No te lo he dicho
-Yo soy de Treveis ¿ya te lo dije no? un lugar precioso, aunque demasiado pequeño para mi gusto, y luego claro, todo se sabe, no puedes hacer algo sin que al final se acabe enterando todo el pueblo y blablablabla. Sobretodo por que mi abuelo, era rabino, y claro, uno no puede hacer nada si es nieto de un rabino. Recuerdo que una vez aparecí en casa con una fulana, había bebido demasiado y no sabía lo que hacía, y finalmente, pensando que no estaban mis padres, entre para cepillármela en su cuarto, y les pille follando mientras aquella guarra me estaba desabrochando el cinturón. Por razones evidentes nunca dijeron nada, y tampoco creo que me guardasen rencor. Son cosas de casa, lo que nunca me perdonaron es que abandonase los estudios. ¡Ay!. Pero no hablemos más de mi. Hablemos de ti. ¡No, no digas nada! Estudias un postgrado
-No yo...
-Chsss, ¡déjame adivinarlo hombre! ingeniero
-No
-Diplomático
-No
-Espía
-Soy un empleado de una empresa alemana de textiles, llevando un negocio aquí en París
-¡Lo sabia! ¿Empresario eh? Vaya cabrones que estáis hechos. Yo soy, bueno era editor de una revista. Y digo era por que hoy nos la han cerrado. ¡Joder! Yo me vine a este País porque se presupone que hay libertad de pensamiento, porque se supone que aquí uno puede decir lo que le de la gana, porque para eso hay presupuesta libertad de prensa pero esto no es más que un sistema excluyente. El gobierno Prusiano les ha presionado y no han dado la cara por nosotros. Lo que me faltaba ya hombre, que me censurasen en el propio exilio. Luis Felipe, rey Burgués, ¡Ja! eso dice lo que son realmente los burgueses, libertad de prensa para decir lo que quieran pero luego a la que puedas decir algo en contra suya te tapan la boca. Me cago en todos ellos ¡Me cago en su puta madre!- en ese momento se empezó a cebar contra un banco de madera.

Frederich y Karl caminaron juntos hasta un caro restaurante del centro de París. La conversación, bueno, el monologo más bien fue agradable para ambos, uno se desahogaba y otro se divertía. En cualquier caso así ninguno de los dos estaba más solo de lo necesario. Después de tres platos, dos botellas del mejor vino, unos buenos postres y un puro, acabó pagando Frederich ya de Carlos descubrió que se había dejado la cartera en las oficinas de la revista, y que mañana pasaría a recogerla. Al terminar la cena Carlos, insistió en enseñarle un cabaret que conocía.

-Si esta aquí alado
-No hombre no, que mañana tengo un negocio muy importante
-No seas rata hombre, ¿no te he dicho que el dinero te lo devuelvo mañana?
-Si pero
-¡Venga kike!- dijo abriendo los brazos para un abrazo- ¡ostia kike!- Aquel carácter tan afable desarmo por completo a Frederich, que haciendo de tripas corazón y previendo una fuerte resaca, accedió.

Después de pasar por un cabaret, un par de locales de alterne, y un último bar donde pagarse "la ultima", que al final fueron un par de botellas más, y al ver que Frederich no podría soportar el pesado cuerpo etilizado de Karl, cogieron un coche de caballos hasta su casa. Todo a cuenta, por supuesto de Her Engels. Karl Cerró los ojos, cansado de la borrachera, y apoyó su baboso cuerpo sobre el distinguido porte de Frederich. Sus últimas palabras de la noche fueron "Kike, mañana te lo devuelvo, de verdad que si, de la buena". La imposibilidad de dicción de Karl provocó que, Frederich, y su portero, le subiesen a casa, y le dejaran apoyado en el sofá.

No había nieve, ni necesidad de encender la chimenea, y se había quedado sin tabaco para su pipa de buenas noches. Un prusiano al que había conocido aquel mismo día, roncaba borracho en su sofá, y estaba demasiado cansado como para repasar la reunión de esa misma mañana ya que estaba amaneciendo, pero era casi como estar en su casa. Dejó escrita una nota sobre la mesa "hay café recién hecho en la cocina, espera a que vuelva".


Relato: José Ruiz Andrés

Fotografía: Aída Quiensinó

martes, 22 de enero de 2008

Onanismo Masoquista

Una esfera de música envuelve el lugar. Una esfera humenate de música y de sentimientos confusos. Somos jovenes. El ambiente casi parece que se deposita sobre el suelo y construye una estructura difusa, pero inamobible y pesada, como el polvo acumulado y fosilizado a lo largo de glaciaciones. Y nuestros tres rebeldes estan apoyado contra la pared, sobre un colchon sucio que les preserva de una infecta y peligrosa tarima de madera. En un colchon que levanta un palmo del suelo, y ellos, ademas de borrachos se sienten en la cima del mundo. Como ya he dicho, somos jovenes. Ellos se sienten diferentes, y porque no, en un foro interno e inconfesable seguramente superiores. Caminan por la calle pensado que tienen la verdad universal, o tal vez la soberania real del mundo, o tal vez una pasajera inmortalidad que parece eterna, o una particular y subjetiva forma de sentirse vivos. Sienten ser la vanguardia, o tal vez un término que esté mucho más alla. Una vanguardía con negras bufandas colgantes y cazadoras viejas, con las zapatillas gastadas, que trasnocha y que conspira. Una vanguardia a tiempo parcial.
Aquí estan de nuevo otra vez, desafiando los límites de la civilización occidental, desde un ordenador portatil, desde algún cine de reestreno, desde marginales conciertos de jazz, durmiendo en pantalones vaqueros, sobreviviendo a base de café y cerveza, colandose una vez más en el tranvía, escuchando a Bob Dylan en el Mp3 (no hay dinero para un Ipod).

Lástima que la civilización occidental, sea una realidad tan esférica, y que contemple la moralidad, la heroina, Hendel, Bad Religion, Bukowsky, Dan Bronw y Volldam, y que realmente, ellos, y todas las demas celulas operativas, constituyan el virus debilitado de la vacuna generacional del mercado mundial. Con lo bien que lo estamos pasando.

viernes, 11 de enero de 2008

La Vida Inadvertida

La mano se introduce en un colosal bol de palomitas. El recipiente es tan grande que si nos cayéramos dentro, los servicios de rescate encontrarían nuestros cuerpos sin vida, desecados por la alta concentración de sal. Menos mal que no estamos ahí.

La mano en si pertenece a un sujeto, del cual no diremos su verdadero nombre, aunque para entendernos, le llamaremos Francisco Fernández. Su nombre real es de origen polaco, (impronunciable para nosotros), aunque él sea natural de Almussafes. Sus padres tampoco son polacos, ni sus abuelos. De hecho su relación con Polonia se limita a su nombre. Los motivos de su exótico nombre son simplemente haber nacido en la década de los ochenta, años en los que además de esta se tomaron otras muchas decisiones estrafalarias.

Dejando a parte el tema de su extraño nombre, Francisco Fernández llevaba una existencia monótona y previsible. Después de estar 5 minutos con él puedes conocer perfectamente todas las acciones que realizará hasta que a los 76 años muera de viejo, en la habitación 512 del Hospital General Provincial. Se trata de la clase de persona que no estorba, pero que tampoco destaca, una presencia no desagradable pero si aburrida. Se trata de simplemente alguien más.

Nació en el año 1983, en una cama de la planta de maternidad del Hospital de la Fe, en Valencia. El parto fue breve, y el niño nació sin ninguna complicación. Creció sano, sin contar con los episodios de gripe anuales en invierno, y aquella semana que paso con el brazo escayolado al resbalar con una capa de grava que había sobre el campo de fútbol del patio de su colegio. Su primer recuerdo se remonta a los 3 años. Se trata de un breve instante en su memoria con la imagen de una rodaja de mortadela contra una pared blanca. Nunca fue un estudiante brillante, ni un atleta, pero nunca se metió en ningún lío. Le gustaba mucho ver la televisión, aunque siendo el menor de tres hermanos, nunca dispuso del control del mando a distancia, hasta que estos dejaron de interesarse por el aparato. Un par de año más tarde el también lo hizo. En cuanto la adolescencia, un episodio de acné que duró un año, algún ocasional suspenso, algún desengaño amoroso, y un muy sudado carné de conducir ante la crueldad de los examinadores.

Sexo casual, salidas regulares con su círculo de amigos, conversaciones intrascendentes, posicionamiento parcial con el equipo de fútbol de su ciudad, amante de la comida a domicilio, las películas de acción y los domingos caseros como este. Otra forma de felicidad.

Rebaña el bool de palomitas, aunque aún le quedan muchas para llegar al fondo. Sus padres se han ido de fin de semana, y sus hermanos ya han conseguido una seudo- independencia. En la apacigüe soledad de su salón, en un momento de dialogo en pantalla y mientras traga, cae en la cuenta de que millones de idénticas gotas impactan contra el cristal. Se sorprendió de no haber oído la lluvia hasta ese momento. “Llueve”, pensó. Y mientras todas las clónicas gotas se estrellaban contra el cristal, el arroyaba con su mano el mayor número de palomitas posibles, de insignificantes y aparentemente homogéneas palomitas del universal cuenco. Una de esas millones de palomitas que son deglutidas por tantas y tantas personas anónimas en sus casas, los domingos por la tarde.

Después de aquella tarde, Francisco Fernández, continúo con su existencia. Se graduó en económicas y acabó trabajando de contable, primero para una empresa de construcción, que quebró a principios de la primera década del 2000, y posteriormente, tras un largo año de paro, para un taller mecánico, donde le pagaban menos, pero que le pillaba más cerca de casa, le daban más horas de descanso y eran mucho más flexibles con el horario. Un año antes de terminar la carrera, conoció a la amiga de un amigo en una cena en casa de este, y tras 5 años de largo noviazgo, decidieron casarse por la iglesia, pese al mal trago de oír su extraño nombre pronunciado en las barrocas paredes de la Iglesia de su pueblo. Tuvo dos hijos, chico y chica, dos niños normales que nunca le dieron problemas, salvo los recitales de piano de la hija, que en su foro interno constituían una de las experiencias más aburridas que el jamás había pasado, pero de las cuales nunca se escaqueó.

Con los años, Francisco Fernández se fue desinteresando cada vez más de las noticias, el fútbol, los amigos y el sexo, envejeciendo de manera evidente, y recuperando su pasión por el televisor, mientras sus hijos se independizaban y su mujer se dormía en el sillón de al lado. Tras un empeoramiento de salud repentino, murió a la semana de estar en el hospital. Un caso médicamente previsible.

En su entierro, bajo su lápida, una corona de flores llevaba una banda que decía “jamás te olvidaremos”.

Texto: José Ruiz Andrés
Música: No surprises (Radiohead)