martes, 20 de mayo de 2008

Erre






Para escritores Francia, piensa. Va a la cocina y trae dos cervezas para no hacer tanto viaje. Suena el teléfono pero no lo coge, cree que puede ser Sofía y la idea le resulta deliciosa. Experimenta una sensación de triunfo, el muy imbécil. Se frota los dedos.
Sufre un ataque de sinceridad, mira las litografías de Saura y le conmueven las figuras femeninas. Tras un par de segundos mirando fijamente las imágenes, admite que la necesita, el muy imbécil. Enciende el equipo de música, se siente poderoso a pesar de todo y escoge algo de música clásica potente, Goldberg o algo por el estilo que le sirva para fingir evasión. Se encomienda a Zola y a la tal Ajmatova. Como buen imbécil, fuma por costumbre, no por ganas. Comienza:

Erre se aloja en el Aletto Kreuzberg. Es asiduo a las tertulias de absolutamente todas las cafeterías del distrito, especialmente las dos o tres que custodian las entradas de la Heinrichplatz. Para los parroquianos del Würgeengel se trata de un poeta mediocre, de tercera. Por ello se cuidan muy bien de mantenerlo cerca como prueba indiscutible de su superioridad sobre algo o alguien, no importa qué.
Los fines de semana hace circular algunas plaquettes con versos sobre una mujer de ojos marrones y entre sus homólogos son acogidas con chanta, pero entre las mujeres que acuden a esas reuniones son pocas las que pueden presumir de tener los ojos de tal color, por lo que dos mujeres comienzan a atribuirse la inspiración de los versos del, por otro lado, despreciado poeta. A pesar de lo insignificante de su poesía, los caprichos de las dos jóvenes comienzan a levantar desazones entre los acólitos de las fondas, endogámicos como todos y cada uno de los círculos literarios de cualquier lugar que se precie. A pesar de lo anecdótico, vale decir que el Würgeengel recibe su nombre de la película del mismo director que a su vez da nombre al prestigioso cóctel de la casa, el ‘buñueloni’, que por cierto es el más odiado por Erre, apasionado detractor de la ginebra.


Se detiene aquí. Relee las líneas sin demasiada satisfacción. Frunce el ceño, piensa en Sofía y baraja la posibilidad de llamarla. Inmediatamente aparecen Flaubert y Géricault en el escritorio y le dirigen una mirada severa. A pesar del asco que le profiere el primero, comprende el mensaje, desecha la idea y espanta los dos fantasmas chasqueando los dedos. Revisa su guía de Berlín; no tiene las ideas claras. No sabe como continuar. Se imagina allí, es fácil. Enciende otro cigarro. Vuelve a sonar el teléfono. No se molesta en mirar quién es. Cuando el sonido cesa, vuelve a su tarea con fuerzas renovadas.

Erre asiste a unos cursos de verano sobre la influencia del pensamiento de los analíticos alemanes del siglo XIX en la pintura. Fueron los problemas conyugales de sus padres el motivo por el cual accedieron a pagar el curso, contentos de quitárselo de en medio sin preguntar demasiado.
La despedida fue extraña. Se sentó en el lado opuesto del autobús y no pudo despedirse de H mientras se alejaban de la estación. Pasó la mitad del viaje manoseando una moneda pequeña con la efigie de una mujer acompañada de la inscripción: Confederatio Helvetica, que no supo asociar a ningún país; la otra mitad osciló entre el moqueo autocompasivo –se sentía egoísta- y la lectura de las cartas de Rilke.


Otra pausa. Abre el cajón y extrae las fotocopias que hizo a escondidas de los diarios de Sofía. Empieza a leer frases en las que se hace referencia a un hombre que sabe perfectamente que no tiene nada que ver con él. Un malestar le trepa las piernas como una enredadera, se instala en el estómago, desarrolla espinas. Se levanta y abre la ventana. Cambia la música, escucha una canción que le recuerda a Eme. Es triste. Nota una mejoría, guarda las fotocopias y humedece ligeramente las yemas de sus dedos.

Dos semanas después de su llegada conoce a una camarera, A, así que casi olvida a H y comienza a acudir muy a menudo a la cafetería donde A trabaja, que está en la misma acera que su hostal. Suele aparecer por allí alrededor de media hora antes de tomar el metro en Kottbusser Tor para asistir a sus clases. Sin embargo, las clases son aburridas y no tarda demasiado en pulirse los días entre la cafetería de A y los bares de Kreuzberg.
Los domingos Erre se levanta temprano y escucha las variaciones de Goldberg a orillas del Panke. No sabe nadar y la rabia del piano hace las veces de flotador. Piensa que es un chico bastante corriente, a veces cierra los ojos y piensa en A, otras en H...

Su compañero de piso entra en la habitación y le pide que baje la música. Aprovecha la ocasión para pedirle tabaco, pero sabe de antemano la respuesta. Al salir tropieza con varias botellas de refresco de Cola, esparciéndolas por el suelo.
Él sonrie al imaginar la cara de aquel en cuanto compruebe que no queda gas. Intenta concentrarse otra vez. Su mente es invadida por la prosa torpe de los diarios de Sofía. Se retuerce en los siete metros cuadrados de la habitación.
Enciende otro cigarro, pero no lo toca. Y ahora qué, se pregunta. Baja la pantalla del ordenador portátil. Seguirá escribiendo mañana. Rebusca entre los montones de papeles de la facultad y encuentra el sobre que buscaba, escoge un folio no muy arrugado y piensa en escribir una carta amarga, que duela. Y ahora qué, vuelve a preguntarse. Se siente avergonzado y decide acostarse, pero sabe que será difícil a causa de la cafeína, entre otras cosas.