jueves, 28 de agosto de 2008

La Habana: Vivencia Luminosa

Queridos. Esto no es exactamente un relato, sino más bien un escrito, y ahí queda eso. Si no me traiciono a mi mismohabrán más, pero bueno, como dirían los beatles Tomorrow never knows. Y con todos ustedes...






-El regreso no existe, solo eternos viajes de ida. Por mucho que caminemos sobre nuestros propios pasos no podemos retroceder en el tiempo, no podemos volver, sino ir a donde estuvimos. Y en el eterno viaje el eterno viajero, que cambia constantemente...-

-Buenas tardes
-Hola, buenas tardes. Quisiera una entrada para la película de las dos
-Y si quieres más también- la dependienta, treintañera casi cuarentona, de chanza con sus compañeras de trabajo me sonríe más por sorna que por seducción, aunque no deja de resultarme agradable
- Solo una gracias- le devuelvo una sonrisa, creo que sincera
- Son dos pesos
- ¿Moneda nacional?
- Claro
- Gracias
- A ti mi vida

El cine Chaplin pasa desapercibido para la mayoría de turistas que visitan la Habana más dados a la consumición de ron y mojitos. Claro que la calle 23 (mi amada calle 23) queda muy lejos de esos circuitos turísticos prefabricados, muy lejos de los pequeños restaurantes de la Habana vieja donde Ernest Hemminway se hinchaba a mojitos y a Daykiris, y lejos por lo tanto de la clase de turistas que visitan todos los lugares donde él estuvo (extraña expresión del culto a la muerte). Aunque yo no quiero considerarme la clase de turista que no se percata del cine Chaplin. Pero he de reconocer que la primera vez que pase por allí no me percaté en absoluto de su presencia. Estaba demasiado cegado por la gente, por todas ellas, por la luz, por el singular (algunos, si se me permite, cualquieras, dirán desagradable) olor a gasolina sin refinar, y por el omnipresente sudor Habanero. Excusas, excusas y más excusas.

Las suelas de mis zapatillas estaban ardiendo durante toda la mañana en la que no había tomado nada desde la hora del desayuno. Sin embargo, no tengo hambre (cosa que se entiende si se ve el tamaño de mis desayunos en cuba. Lo cierto es que no puedo decir que ningún día pasase hambre). Para hacer tiempo, compro un poco de maní a una vieja que lo vende en la puerta del cine, que atacada también por el calor, se rinde en las escalinatas de la entrada casi cuerpo a tierra, sin mediar palabra ninguna con compradores o transeúntes. Sin hacer reclamo alguno de sus productos. Cerca de ella, un perro en su misma posición y actitud no vende nada. Mastico cada uno de los cacahuetes dando pequeños círculos, observando un poco aquella esquina, de 23 y 12. Los cafés, la gente, el tiempo loco que ahora llueve y luego quema…

La habana es la dictadura del presente, me dice un caballero vestido de negro y sin acento del lugar, con la voz rota y un pañuelo resguardándole el cuello. Esta misma mañana, había quedado en esta misma esquina con un caballero importante que vive en nuevo vedado, y ahora no aparece, y ¿por que? Pues muchacho porque la verdadera dictadura es la del ahora. Aquí los planes de futuro se caen por su propio peso porque el presente es sorprendente e imperativo, y de pronto estás en un sitio y pasa algo, y tus planes se cancelan porque ahora es ahora y luego no será, entonces claro, lo haces. ¿Tiene lógica no? Porque quien sabe luego…. ¡Y quien recuerda bien! Sin embargo solo aquí he visto aplicar esta filosofía de manera tan ortodoxa. Todo cambio de guión aquí se asimila y se absorbe. La muerte también. Y el tiempo. De nada sirve que mires al cielo muchacho, porque cuando salgas del cine todo habrá cambiado. El caballero mira su muñeca como si tuviera reloj, y se despide levantándose el sombrero dirección a la parada de autobuses.

Impresionado pero no sorprendido subo las escalinatas casi sin darme cuenta y le doy mi entrada a la señora que está allí para controlar las entradas, una funcionaria de trabajo rutinario, que amargada por su vida y siempre fija en su puesto, mira con desagrado a todos los que entramos a la sala. La película, el Alamo, de Jonh Wayne, se proyecta en una pequeña sala casi oculta en el piso superior del edificio. La gente vive con intensidad cada minuto del metraje y se maravilla, haciendo expresas sus opiniones con aplausos o breves expresiones, con el personaje de David Crockett, un coronel sureño muy campechano y noblote, y la forma en la que el argumento se desenvuelve, de manera tan culebronesca, incentiva incluso a estas intervenciones.

Salgo del cine feliz de tanta humanidad, aunque en la calle todo el mundo se haya refugiado ante una inexplicable y repentina tormenta que parece evidente. Pensaba permanecer en la calle, pero tendré que irme a casa. Atravesaré el cementerio de Colón, y luego por deducción lógica llegaré. Ahora que lo pienso me apetece un cortado y chapurrear un poco la guitarra para Vivian.

Con el sonido de la puerta cerrándose nada más llegar, la tormenta callo con todo su peso, pero ya estaba en casa.