viernes, 19 de diciembre de 2008

Cuentos morales: confesiones



Imagínate: el soldado en la ciénaga de Masada
aprende patria,
de la manera
más imborrable,
contra cada púa en el alambre. (P.Celan)



Hay ciertos días en los que la ciudad no está en ninguna parte. La geografía y la historia se dan la espalda mutuamente en casi todas las calles y avenidad de Berlin. El este se aleja, renqueando, poco a poco de vuelta a su guarida. Parece no importarle a nadie al tiempo que la nostalgia se ha mercantilizado. Ya no es real.

Aquel editor de Bayern parecía haber nacido para estar donde estaba, allí sentado, en el conocido Madame Claude, con la camisa empapada de sudor y los ojos primitivos escrutando entre las lumbres y sombras los movimiento de mercancía. Al otro lado del ring, un servidor, calculando cuántos más de aquellos Kaipiroska podría soportar antes de perder la compostura necesaria para continuar con el negocio. Diría que para unos cinco, tres si no me doy prisa y tengo que pagar un taxi de vuelta, no sea que pierda el último U-bahn.
Jomski llegaba pálido de la barra, visiblemente bebido y resuelto a parpadear unas ciento quince veces por minuto. Cocaína. Justo antes de sentarse, haciendo alarde del mejor equilibrio ucraniano, se gira para acompañar con la mirada a una de las parroquianas vertiendo así la mitad de su copa sobre mi chaqueta. Adoro a mi agente.

“Mirad quien viene por ahí. Se mueve como una sombra”.

Bajo las escaleras que conducen al baño. Otra ceremonia; agua fría en la nuca y jabón en las manos. A través de una rendija de la cortina veo un cacho de cielo rojo. Decido salir de aquí, a la mierda mi libro.
Subo las escaleras y pago mis copas, las de Jomski también, por la putada.

“La naturaleza no tiene estilo. No tiene vergüenza de mostrarse tal y como es. Niña repolluda demasiado maquillada”

Resaca. Suspiro y me incorporo. Busco por el suelo esa zapatilla aventurera que siempre falta. La encuentro en un sitio absurdo, me calzo y me levanto. A ver qué me tiene qué decir esta. Abro el balcón de par a par y os juro que huele a hierba fresca. La calle se extiende con sus tejados hasta perderse en el horizonte. En el horizonte unas inmensas nubes rojas y blancas aplastan los tejados que tienes bajo ellas. Me imagino que no estoy en Berlin, que esas nubes a lo lejos no son nubes sino una gran montaña, probablemente un volcán extinguido que lleva siglos observando esta ciudad donde en otro tiempo nací y viví toda mi vida. Una ciudad de un país olvidado, sudamericano probablemente, donde el tiempo se ha detenido y a nadie le importa que muera más gente de la que tendría que morir. Cierro los ojos y pienso en la madre que tuve, en los amigos que me sonrieron, en los recuerdos que no sabía que tuviera. Como aquella vez, siendo un niño, que hice con mi familia una excursión a la ladera del volcán y desde allí arriba, viendo mi vieja ciudad tan pequeña, puse un dedo delante de la cara y me imaginé que era un titán que la aplastaba. O cuando siendo adolescente fui con unos amigos a buscar drogas a las barriadas pobres de las afueras, y en la casa a la que entramos había una mujer desnuda tirada en un colchón sucio amamantando a cuatro niños (recuerdo incluso que uno me ladró, pero cuando vi esto, ya había conseguido la droga). O hace un mes, cuando fusilamos, obedeciendo órdenes y para que no nos fusilaran a nosotros, a quince campesinos que me parecieron hechos de sal, por muy lejos que esté el mar de esta ciudad, y que no sangraron sino que se derrumbaron y se vaciaron como globos pinchados. Fusilamientos literales, claro, literarios. Así funcion la crítica literaria. Ahora mismo que pienso que soy otro que vive en Madrid y quiere ser escritor, y miro al cielo y lo veo mirando también el cielo, y haciéndose las mismas preguntas que yo.

“Un día te despertarás y comprenderás que todo ha pasado, que el que eras ya se ha ido”

Debajo de mi ventana una pareja de gays discuten a gritos y parece que sufren. Pienso que si les tirara unas monedas quizás les parecería mal y me contengo. Cae la noche como cae una buena frase.
Vuelvo a entrar en casa cuando se encienden las farolas y no la reconozco y me doy cuenta de que nunca he estado solo.
“Mirad quien viene por ahí. Se mueve como una sombra”.

Repite el que habla cuando yo no quiero hablar. Y me apetece hacerle caso. Me tiro al suelo, extendido y me arrastro por mi casa, sigiloso, para no despertar a los que duermen (e niño aprendí que los objetos son como las hienas, si no eres mas alto que ellos te ignoran o te muerden).El suelo de la cocina es fresco, y tomo, por primera vez en mi vida, plena conciencia de que los azulejos son igual que mis poemas. Me quedo dormido debajo de la mesa.
“Un día te despertarás y comprenderás que todo ha pasado, que el que eras ya se ha ido”