sábado, 21 de marzo de 2009

La partida más larga del mundo

Cuando Jürgen Hoffman y Allan Berstein entraron por la puerta del local no se imaginaban que iban a disputar la partida más larga del mundo. Era viernes por la noche, y como todos los viernes por la noche, después de la academia de chino, los dos se homenajeaban introduciendo en sus gaznates una cerveza especial de color verde. Jürgen ni entendía ni le preocupaba como una cerveza podía cambiar de color, Allan sin embargo lo sabía perfectamente, y daba por supuesto que Jürgen lo sabía.

El espacio del local se distribuye en 9 pequeños sectores, cada uno amueblado con su respectiva columna, su sofá de cuero y su mesa de billar, y todos y cada uno de estos espacios se hallan cercados por un gran rectángulo delimitado por las paredes del local y adornado por los típicos pósters poco arriesgado que podrían encontrarse en cualquier bar con una mesa y unos tacos: Elvis Presley, Frank Sinatra, Marilyn Monroe, Audrey… todos en sus estampas inmortales, tan estáticos, inalcanzables, perfectos e inexistentes como ese mundo de las ideas de Platón.

Sentado en el sofá ya estaba yo (el observador, el narrador, el personaje, el mentiroso), desde hacia mucho tiempo, sobre un sofá de cuero, viendo todo lo que podría ver un Dios. Jürgen y Allan, se acercaron a la barra y le pidieron a la camarera una mesa de billar, como todos lo viernes, y ella puso las bolas y el triangulo sobre la mesa, les advirtió, como siempre, que era por minutos, y volvió a sonreírme.

Bajo sus rizos rojos, y su camiseta fosforescente, ella baila con una música que solo ella puede escuchar. Y me encantaría escucharla. Casi como en un juego cruel ella se dedica a atender a los clientes, limpiar las copas, ha hacer su trabajo, vaya, bailando, y además, encima, a sonreírme, y a mirarme. También está leyendo a Hemingway por debajo del mostrador. Es la única incógnita que aún no he podido resolver de esta ecuación en forma de sala de billar.

Allan coloca las bolas cada una en su sitio, Jürgen escoge el taco más grande, mientras ella les lleva una bandeja con dos cervezas verdes, y esta vez no me mira, sigue caminando como si no estuviese y vuelve detrás de su barra. La bola blanca rompe contra el triangulo equilátero formando una via-lactea de bolas lisas y rayadas. Jürgen va a lisas, pero le encantaría ir a rayadas, a Allan de la igual, bebe su copa mientras Jürgen mete tres en un mismo turno, le pica un poco pero entiende la competición de un modo sano, o eso deja entrever. Ahora me ha mirado, he tenido que girar la cabeza muy rápidamente pero la he pillado mirándome. Me muestra sus encías desde 10 metros mientras la bola amarilla y lisa entra en el agujero lateral de la izquierda, en una carambola fortuita con pinta de haber estado muy estudiada. Pero lo mejor de todo es que ella no deja de mirarme, no se hace la despistada, sigue ahí, mirándome, abrillantando una copa.

La partida parece estar sentenciada, Jürgen apunta con precisión a la bola número ocho y entre la elegancia y la decisión empuja la bola, pero esta choca contra los cantos y no entra sino que acude de nuevo al centro de la mesa. Pero ella seguía mirándome. Yo me levanto, me pido una taza de café, y le pregunto si tiene un Boli de sobra, ya que la tinta del mío se me había acabado. Me dice que si, o por lo menos eso creo ya que no entiendo muy bien el alemán. Allan puede meter la bola, y esta vez opta por el tiro lento para dejar que la gravedad siga su curso, pero falla, y la camarera deja el café sobre mi mesa bajo mi mirada atenta, mientras sigo garabateando, y se da un paseo lento volviendo detrás de su barra, ha hacer como que abrillanta copas, ha hacer como lee el viejo y el mar.

Y la partida comenzó a eternizarse, de un lado a otro, de una esquina a otra, y la negra nunca entraba en ninguna parte, y ninguno de los dos estaba dispuesto a perder. Primero pasaron las horas, luego los días, las semanas, los meses y por último los años, y sus barbas fueron creciendo. Gobiernos enteros cayeron en bloque, basureros fueron colmatados, las aguas se salieron de sus cauces, y luego estos cauces se secaron para volver a la mayor normalidad que se había podido observar desde la última normalidad más normal. Y todo este tiempo siguieron bebiendo cerveza y tratando de ganar, o de perder, pero al fin y al cabo de llegar a alguna parte, mientras una pila de periódicos se amontonó en la puerta.

No fue hasta que la barba de Allan le provocó un fuerte tropiezo al enrollarse con sus ahora viejos zapatos, cuando de golpe y porrazo fueron conscientes de que habían estado ni más ni menos que 20 años jugando una partida de billar y alimentándose a base de cerveza de colores. Pero ninguno se dio por sobresaltado, simplemente metieron con la mano la negra en un sitio y se fueron a desayunar.

Y cuando la partida más larga del mundo terminó yo seguía mirándola. No había envejecido ni un segundo, y no había avanzado ninguna página. Deje 800 servilleteros en la mesa rallajeados con ecuaciones imposibles y me levante caminado directamente hacia ella. De hecho ahora estoy a solo un paso de abrir la boca y pienso decírselo todo.
Al fin y al cabo ya estamos solos.