martes, 7 de julio de 2009

IV

Todas las salas de espera le llevaban mentalmente a la sala de espera de su dermatólogo, aquella sala de espera de paredes al gotele en consonancia al horrible acne de algunos de los presentes, donde tantas horas había y se había aburrido, malgastado cada maldito segundo en mirar los dibujos que adornaban las paredes, ilustraciones sobre los métodos de cura medievales. Allí es donde por primera vez vio y comprendió el concepto de trepanación, pero eso amigos, es otra historia…

Bien, esta sala de espera, era particularmente anodina, casi de género podríamos decir. Un sofá, unos colores tranquilos, paredes lisas, un reloj, y una serie de revistas apiladas sobre un revistero, organizadas por orden de antigüedad, mezclando los mas variados temas, desde prensa rosa, a revistas de videojuegos, el ultimo escándalo socio-político, un reportaje en profundidad sobre el turismo en el Adriático, y sobretodo entrevistas ligeras a variopintos personajes, que tan rápido se leían y tan rápido se olvidaban…

Y si bien era una sala de consulta normal y corriente, en un piso la mar de corriente, abierto a horas corrientes, la especialidad no era para nada corriente. De hecho, no se trataba propiamente dicha de una consulta médica. Los médicos, todos ellos, habían resultado completamente ineficientes ante lo que le adolecía. Todos ellos, públicos, privados, amigos, recomendados, lejanos, siempre coincidían en el mismo diagnostico: no concluyente, pero nada por lo que merezca la pena preocuparse. Había llegado la hora en ponerse en manos de los paramédicos, y sus paradiagnósticos. Por supuesto, estas no eran las formas que habría escogido, pero su prima, y compañera de piso, estaba ya harta de verle deambular por las noches en peregrinación a la nevera, harta de sus ojeras y su mala cara, su poco humor, y sus continuas quejas, así que lo arrastró hasta una consulta que una compañera de trabajo que le solía lanzar miraditas le recomendó con un tono de voz a mi parecer bastante sensual, aunque ella decidió restarle importancia.

Sí, podríamos decir que no era una consulta totalmente al uso, ya que el diagnostico lo realizaba un gato domestico dotado de gran sabiduría. El anuncio, y todas las personas que habían acudido al lugar lo decían, “un gato muy sabio, y muy suave”. ¿Pero como iba a resolver un gato un problema que ni un neurocirujano había podido llegar a comprender? Eres un antiguo, le dijo su prima, la medicina alternativa puede llegar a ser muy efectiva. Una vez, en la zona oeste, una adivina me tiro las cartas y adivinó que iba a dejarme la carrera. Entonces mi madre es una bruja, pensó…

¿Qué clase de persona busca un gato para que le solucione un problema? Miró a su alrededor, y vió el resto de gente que había en la sala. Tan solo 3 personas, un señor calvo y de larga barba negra, que llevaba un libro bastante gordo bajo el brazo, un ridículo sombrero sobre las piernas, y no dejaba de ajustarse el sonotone y observar el movimiento de su reloj de bolsillo, un niño con cara de trasto acompañado de un tigre de peluche, y una señora que tapaba su cara con un periódico y tenía algún defecto en el habla, acompañada de su hija, que tenía un increíble parecido con Mafalda.

“Esto es un chiste”, pensó en voz alta, agarró los trastos e hizo un amago de salir por el pasillo hacia la puerta. Pero justo en ese momento la enfermera dijo su nombre. Su prima y la enfermera (que no dejaba de mirar de reojo a la prima) lo acompañaron hacia la sala de diagnostico, y lo empujaron hacia dentro, quedándose solas en un pasillo saturado de pacientes.

Y ahí estaba, a solas con el doctor. La habitación parecía la de un doctor normal y corriente. De hecho tenía incluso material de oficina y una pequeña biblioteca medica con obras que podrían encontrarse en cualquier librería universitaria, salvo algún tratado de anatomía especializado, y una curiosa maqueta a tamaño de real de un cerebro humano, en la que cada parte estaba coloreada de un color. Lo único que lo diferenciaba era que bajo el escritorio se encontraba un cuenco con pienso, otro con agua, un pequeño cesto donde con el nombre “Doctor Gato” donde normalmente hay un sillón de cuero en todas las consultas privadas, y por supuesto, el animal en cuestión.

Tomaba el sol sobre un libro bastante grande titulado la dieta de la alcachofa, sobre el sillón del escritorio. Era un gato peludo, gordo y de color rojizo, con pinta de bonachón, y unos ojos enternecedores. Su pelaje se veía suave, y sus bigotes largos y duros. El animal era totalmente impasible, y respondió con total ignorancia a la intromisión del extraño protagonista del cuento.

Al principio, el paciente, se quedó un poco descolocado. Le pareció un gato, y así lo era, totalmente normal. Después de no poder más, y estallar en carcajadas, una vez se hubo reído bastante intento salir de la consulta, pero observó que la puerta no tenía pomo por dentro, sino una simple gatera, de salida. Lógico, si se trataba de una puerta diseñada para un animal que no puede dominar los pulgares. Asomó la mano por la gatera, pero no pareció obtener ningún efecto. Luego empezó ha hablar a través de la gatera, para que le abriesen, y viendo que esto tampoco obtuvo respuesta, asomo el ojo y vió que derepente no había nadie en la consulta. ¿Se habría olvidado su prima de él? Para colmo tenía su móvil. Se había quedado encerrado, hasta mañana, al menos, en la consulta del Doctor Gato, acompañado de Doctor Gato, por supuesto.

Gritó, desde luego que si, abrió la ventana y chilló un poco, pero tampoco nadie parecía escucharle. De todas formas aquella silla de paciente no parecía tan incómoda. Así que tras los primeros momentos de pánico, se recostó en la camilla, y se encendió un cigarrillo. Tarde o temprano la enfermera entraría por la puerta. Y mientras tanto, si corriese el riesgo de inanición, siempre podría comerse al doctor.

Las horas y los cigarros parecían ir pasando, y el doctor estaba ahí, encima del libro, recibiendo un maravilloso baño de sol. El tiempo se había detenido en aquel lugar, sin ninguna duda. Y más o menos a la altura del quinto filtro, el animal por fin, movió ficha. Maulló, y se le quedó mirando fijamente. Por un momento creyó que intentaba establecer algún tipo de comunicación, pero pronto volvió a apoyar la cabeza contra la portada del libro y siguió recibiendo los rayos de sol.

Debe de ser un problema muy gordo si creo que un gato a intentado hablar conmigo, pensó. Debe de ser un problema terrible…

Y su problema…. La verdad es que no era un problema tan especial. Simple angustia mal digerida y prolongada. Él tenía ahora 24 años, y había terminado su carrera, y esta era la excusa del momento, aunque lo cierto es que nunca supo bien porque hacía lo que hacía. Su obsesión por lo cierto y lo incierto, le había llegado hasta la más absurda de las posiciones filosóficas ante la vida, una especie de post-modernismo barato, o quizás era un empirismo radical con un regustillo a reflexiones de autores de nombres resonantes que escribieron allá por los 50. Ni idea. Cierto es que muchas de esas reflexiones habían partido desde un punto de vista totalmente modesto, pero su personalidad tan pretenciosa le llevaba a afirmar con rotundidad la imposibilidad de la afirmación. Precisamente había estudiado historia, y fueron esas actitudes la que le llevo a pensar para si mismo que la historia era imposible conocerla, de ningún modo. Se trataba de una de esas reflexiones fortuitas a las que llegas a una reflexiona sin haber leído antes a ningún autor que hablase del tema, pero resulta que luego hay una escuela historiográfica que ha vendido muchos libros a costa de esta misma idea. Así que había e iba a dedicar su vida a algo inexistente, algo que desde su comenzó se gesto como pura mentira para comunicar el linaje de los reyes con los dioses de la antigüedad, los Zeus y los Ra. Todas las ciencias sociales son meras conjeturas… Y para colmo dar clase de enseñanza secundaria es como mentir sobre una mentira en sí misma. Pero es que no hay nada real, pensaba mientras fumaba, no hay nada que sea real…

Y cuando la palabra real retumbó fuerte en su cráneo, el gato se levantó de su asiento, y comenzó a caminar hacia él, con cara de que le compadecía, y con toda la tranquilidad del mundo. Pero cuando se aproximó lo suficiente sacó las uñas y le dio un fuerte zarpazo en el brazo. Cubriéndose el corte, y retorciéndose del escozor, tras empujar al gato hacia el otro lado del escritorio, no comprendía porque el animal le había hecho eso. Y entonces, el gato le dijo con una profunda voz: “Porque el dolor que sientes en este momento, y la cicatriz que se te quedará en el brazo, son y serán algo indudablemente real. Pero tu verás que haces con el resto”. “¿Acabas de hablar?” Dijo el paciente, y el gato volvió a recostarse sobre el libro, y a continuar con su baño de sol.

Justo en ese momento la enfermera paso a la consulta. “Muy bien, pase por aquí, y le cobraremos le tomaremos nota, de la factura y todo lo demás”. Sin entender aún nada, se dejo arrastrar por la prima hacia el pasillo, observado de reojo al felino, que continuó sentado como si nada hubiese pasado. Ni siquiera tuvo, el doctor claro está, la cortesía de guiñarle un ojo en actitud de complicidad.