lunes, 15 de junio de 2009

El otro K. Primera parte.



"Todo delito que no se convierte en escándolo no existe para la sociedad" (H. Heine)

El desconocido camina rápido en zigzag a lo largo de la calle esquivando la luz eléctrica de las pocas farolas que funcionan. En lo apresurado de su paso sujeta apenas una grabadora, una libreta en la que se apelotonan indicaciones, direcciones postales y algun número de teléfono, y un esquálido paquete de tabaco. No huye, o al menos no huye de nada. En realidad, se dirige a una cita. Y llega tarde.

Antes de llegar a donde se dirige, ha de preguntar por el nombre del restaurante hasta tres veces. Las dos primeras veces obtiene indicaciones que se contradicen entre sí y a la tercera ocasión obtiene un encogimiento de hombros por respuesta. Finalmente llega con cuarenta minutos de retraso, justo antes de que las nubes de color borgoña abracen en forma de lluvia toda la noche de Berlín. A su llegada la cena todavía no ha comenzado pues la gran estrella -Charlotte Floyd, autora de la nueva trilogía juvenil que está arrasando en toda Europa- no ha aparecido todavía.
Dado que se trata de un acto privado el desconocido ha de presentar su acreditación, y a pesar de su condición de desconocido es poseedor de una, una que además le identifica como enviado del suplemento cultural del periódico de mayor tirada en Irlanda.

Hemos de aclarar algo. El desconocido no se dedica a la crítica literaria, si no a la cinematográfica. El motivo de su traslado es el estreno de la versión cinematográfica del primer volúmen, dirigida por un también jóven Andrzej Zanussi -al igual que la escritora, ronda los veinticinco- director recién salido de la academia de Łódź. De esta industrial ciudad polaca por otra parte desconocida, al joven director le encanta repetirlo en todas las entrevistas que el desconocido se ha leído para hacer un estudio de campo, también provienen sus admirados Polanski y Kieślowski. Aunque debido a los retrasos con el equipaje en el aeropuerto de Tegel el desconocido no ha podido asistir a la premier, no puede permitirse saltarse la especie de rueda de prensa-after party que la productora se ha encargado de organizar.

Para hacer honor a la verdad hay que mencionar que hizo su intento en las columnas literarias, pero la presión que le suponía el enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre el escritor y el crítico -ambos dentro de la tipología de insectos enamorados de su propia sombra proyectada por la lámpara de su estudio- le supuso no pocas noches de insomnio y alguna enemestidad inesperada. Sin el coraje necesario -quizás sin las amistades adecuadas- el desconocido optó por el cine, esfera en la que se mueve más dinero, pero al mismo tiempo lugar en el que las críticas son menos feroces, más indirectas y repartidas. Más cobardes.

Nuestro desconocido pudo haber elegido otra profesión, claro, o incluso hacerse periodista deportivo -profesión ingrata donde las haya, pero donde la opinión de uno no importa una mierda y prima el reporterismo primitivo, la capacidad de pronunciar apellidos extranjeros con correción y la sonrisa de boxeador- especialmente teniendo en cuenta que él es de la opinión de que es mucho mejor leer que escribir, pequeño defecto derivado de la misantropía crónica que brota en la noble profesión del periodismo. Al respecto, y citando al pobre amargado de Kierkegard -lo cual no era precisamente una casualidad- solía decir “¡Qué irónico es que precisamente por medio del lenguaje un hombre pueda degradarse por debajo de lo que no tiene lenguaje!" aunque la mayor parte de las veces obtenía como respuesta a sus pocos destellos de casi-erudicción enciclopédica un lacónico encogimiento de hombros. A pesar de los pesares, acabó con el puesto de encargado de sección cuando poco después de comenzar a trabajar en el periódico, cuando la treintena empezaba a asomar las orejas y todavía recordaba el nombre de al menos cinco compañeros de facultad.

Antes pasarse al suplemento cultural comenzó en la línea dura de la edición diaria, cubriendo parte de la sección de cultura. En la irlanda de su periódico la cultura tenía algo de arqueología dirigida a rendir culto a los grandes de principios de siglo pasado. En los siete años de su carrera periodística su sección fue perdiéndo páginas hasta quedar igualado a las dedicadas a la liga inglesa, que ocupaba un par más que la FAI Primer Division, es decir la irlandesa. A pesar del sueldo decente que le suponía este trabajo, antes de dirigir su sección en el suplemento hizo un par de trabajos para los deportes, aunque siempre con algun trasfondo políticosocial como cuando cubrió la actividad de algunos constructores privados alrededor del permiso de planificación urbanística para actualizar el existente Phibsboro Shopping Centre y su relación con el nuevo estadio de los Bohemians – apodados Bohs entre los que tienen algo de añoro por el gaélico y The Gypsies por el resto-, el equipo local de Dublín. Todos aquellos artículos fueron firmadados con varios pseudónimos para proteger una supuesta fama de crítico de cine que no existía.

Nuestro desconocido, llamémosle K, no se tomó el adelgazamiento de estas páginas culturales como algo de su responsabilidad, no se concebía a sí mismo como el eco de las aspiraciones cinemátograficas de todo un pueblo -que fue exáctamente el término que empleó su superior por teléfono cuando le propuso el puesto- si no más bien kafkiano en el sentido celular de la palabra, al modo de un escritor de hoy día, aislado, en medio de un mundo en el cual hace mucho que la literatura no tiene una función definida, y por consiguiente sin responsabilidad ni misión, libre por su misma inutilidad.

Pero volvamos al restaurante, llamado curiosamente chez Franz, en el corazón de lo que alguna vez fue el boulevard de los posteriormente denominados intelectuales, Schöneberg, a día de hoy conocido por sus locales de ambiente. K es dirigido por el personal del establecimiento a través de un larguísimo pasillo hasta lo que le parece el salón principal de un local al más puro estilo de los años veinte de la capital. Pequeñas mesas redondas para pequeños grupos de cuatro o cinco personas se amontonan alrededor de una muchísimo mayor y algo elevada en la cual se muestran los símbolos del grupo editorial, la productora de cine, el título de la película y los nombres tanto de de la autora como del director en una tipografía estirada y atrevida que nunca había visto.

En aquella enorme mesa, con sonrisa de presidente de una república nueva jugando al poker con sus allegados, el director reaccionaba riendo de forma escandalosa a cada una de las historias que sus compañeros de mesa le contaban.
K. pasó de largo hasta llegar, todavía guiado por el camarero que había pedido la acreditación, al lugar que le habían asignado, prácticamente al final de la sala, lo más lejos posible de la enorme mesa con publicidad. K dejó entrever un mínimo de decepción que provocó una mueca a medio camino entre lo burlón y lo triste del camarero. La mesa la compartía junto con tres tipos de marcado acento inglés -conocidos de la escritora, dijeron- que no llegarían a los 30 -tampoco K lo hacía- que hablaban apresuradamente entre ellos, como interponiéndose en una conversación que versaba sobre el supuesto affair del director con la escritora; y un periodista alemán, que no participaba en la conversación y que parecía doblar la edad a todos. Vestido de forma impecable y de gestos mecánicos aunque en cierto modo también nerviosos por lo incómodo de situación, el alemán -que se llamaba, según dijo, Leibniz, aunque K pensó que era una broma- no ocultaba su desprecio por toda aquella exhibición de juventud.

Aunque la invitación al evento parecía incluir una cena, en las mesas -todavía medio vacías- solo hay copas, que son rellenadas de vino con una más que incómoda regularidad por el ejército de camareros, regularidad que parecía haber sido muy bien aprovechada por los ingleses.

-¿Oye, te han dicho el camarero cuándo cojones va a comenzar esto? -dijo uno de los tres ingleses, Andrew, una vez finalizadas las presentaciones formales.
-No, acabo de llegar a Berlín hace tres horas y estoy un poco perdido. Mierda, ¿Alguno de vosotros ha visto la película?- contestó K procurando emplear un tono amistoso.
-Debería de haber comenzado hace una hora- dijo el alemán ignorando la pregunta, también en inglés y sin ocultar enfado. Apenas hubo acabado la frase, uno de los otros tres, Arthur o quizás Aaron -poco importan los nombres- se levantó y dijo mirad imbéciles, os lo dije, ahí está Lotte.

La sala empezó a hervir en murmullos que se entremezclaban en el aire y llegaban convertidos en una maraña de ruido envalentada en la lámpara de araña que colgaba del techo. Tan delgada como si aquello fuese la rueda de prensa de una rehén recién liberada y no un acontecimiento de tal envergadura, la escritora no parecía tener espacio en su pequeño rostro para albergar una sonrisa. Se trataba de una chica de andar sólido y convincente, alta incluso para ser de familia inglesa y con un cabello lacio a medio camino entre el rubio mohíno y el rojizo aflijido; de piel pálida como si le fuese la vida en ello.
Un par de flashes fueron contenidos de inmediato por los eficientes empleados del chez Kafka, que no pudieron hacer lo mismo con la fortísima ovación que llenó la sala. En cuanto la popular Charlotte Floyd subió el par de escalones que conducían a la plataforma donde se encontraba la gran mesa del director de su editorial, los productores, y el joven director entre otros, su expresión cambió radicalmente. Dibujando una mueca que pocas gente quisiera volver a ver en su vida -desde luego, K no- Charlotte Floyd aceleró el paso y una vez estuvo junto a un todavía sonriente Andrzej Zanussi que se había levantado para aplaudir, y ante el asombro de toda la sala, propinó al director un guantazo en la mejilla que sonó a limpia y medida, pero también a blasfemia en medio del silencio pulcro de un templo vacío.

Tras los obligados dos segundos de estupor aún indoloro, Zanussi se zafó de la muchacha, quien dió media vuelta y entre un celaje de flashes ahora sí imparable, se disolvió como un mensaje secreto escrito sobre la superficie del agua.

5 comentarios:

Vladimir dijo...

Brillante. Con una atmosfera de novela clásica en un marco actual, aunque lo actual parece ser un detalle.

Tu y tus malditos relatos en cuenta-gotas. No sabría si es por cuestiones creativas, o porque básicamente te haces de rogar. Poco importa.

Plas Plas Plas

Anónimo dijo...

Y si la protagonista tuviese un nombre nordico y estuviese muerta? Suicidada, por ejemplo?

Los escritores victimas de adaptaciones cinematograficas rara vez consiguen vengarse en vida; aqui esta literatura para desfacer el entuerto. Y si no, asociacion de victimas ya. Claro que a veces -por ejemplo si esta Kubrick de por medio- el literato puede salir ganando...

(Se me van a perdonar acentos, enyes e interrogaciones porque escribo desde el portatil aleman de mi hermana)

Muy bien, sr Homicida, como siempre.

Cucaracha homicida dijo...

Si tuviese un nómbre nórdico y apareciera la posibilidad del suicidio correría el riesgo de hacer del blog un fenómeno de masas y nos interesa mucho quedarnos solo entre un público selecto-hipster o con tetas.

Eme dijo...

Jo, qué final.

Arturo Borra dijo...

Ya regresaré más tranquilo, pero quería enviarte un abrazo errante.
En donde estés, espero que estés muy bien.
Arturo