viernes, 9 de octubre de 2009

Iceberg

Este cuento trata sobre tres personajes. El primero de ellos realiza el camino más sencillo y es el única que sabe a dónde va. En un primer lugar cruza el patio del bloque de viviendas donde se aloja y tras pasar el pequeño porche gira a la derecha. Continua por la pequeña callejuela hasta desembocar en Lauriston Place, recorre ésta dirección Tollcros y al llegar a la Home Street camina hacia la parroquia de la aguja en forma de canino o baba afilada que desafía, si no la gravedad, al menos sí la altura media de los demás edificios del ensanche.
Aunque su recorrido -como hemos avanzado- es el más sencillo, sin embargo no es el más corto. Para llegar al número veintiocho de la Home Street ha de dejar atrás un par de comercios, algunos grises como el negocio especializado en dormitorios o el bar de Lap Dance con nombre de artista y modelo de coche familiar; otros coloridos como la oficina del banco o la franquicia de bocadillos extremadamente caros. Pero todo esto es irrelevante y no aparecería en el cuento de no ser el camino que separa su habitación del cine un trayecto de tan reducidas dimensiones. Me disculpen los impacientes.

El tercero de los tres personajes recorre exactamente el camino pero de forma opuesta, desde la entrada del cine hasta su pequeño cuarto en la residencia de Tollcross. Con una sola variación en el camino; para en una cafetería y comprar un sandwich de queso, algunas cervezas y cigarrillos. La diferencia, a modo de avatar, a modo de advertencia a lector y también a modo de pie de página, es el rictus. Este tercer personaje tiene la expresión degenerada de un Munch -léase Monk- que ha aprendido a no ser tan impresionable, un Monk más viejo aunque no necesariamente más sabio, más acostumbrado aunque en absoluto resignado o dócil. El tercer personaje vuelve a casa y, además, no camina del todo sólo.

Entre uno y otro hay un lapsus de tiempo que dura casi dos horas. Hay una metamorfosis, una montaña mágica y una Odisea parodiadas en los diarios que escribe el segundo personaje de este cuento y que por desgracia serán pasados por alto. A diferencia de los otros dos, éste tiene una perspectiva limitada. No me malinterpreten, el primer y el tercer personaje lo intentan, otean el horizonte y colocan sus manos a modo de visera sin lograr ver más allá. El horizonte en este segundo caso es la pantalla del cine y si diera más detalles de cómo ha llegado allí abusaría de la paciencia del lector.

En el primer corto de la noche un grupo de vaqueros jóvenes llegan a la recepción de un pequeño del Oeste. El recepcionista comenta nervioso haber recibido un telegrama desde Chicago, después comenta algo sobre una visita similar hace cinco años, los nervios los produce los maletines en forma de rifle que llevan los hombres. Uno espera que suban arriba y acribillen a alguien y entre toda esta confusión aparezca un nombre de mujer pero tras apenas dos minutos de cháchara lo que tenía que pasar en el establecimiento ha pasado ya y el jefe del grupo prefiere no arrepentirse aquella noche, algo que arrepentirá por cierto el resto de su vida, piensa el personaje número dos.

Aquí cabe decir que el personaje número dos es algo parecido a un aficionado al cine que envía artículos a la revista que coodirige el amigo de un amigo, que no le paga nada pero le invita a algún preestreno casi siempre -a excepción de una vez que fue por teléfono- vía correo electrónico. Lo realmente importante es desvelar el secreto del susodicho personaje: su manía a creerse partícipe de lo que ocurre a su alrededor, el guante al que van o aspiran ir todas las bolas del pitcher. Aunque quizás esto es importante sólo si se compara con el personaje número uno, que sería algo así como el bate tímido que deja pasar las bolas sin rozarla a pesar del elegante swing.

El segundo corto iba sobre un marino del primer cuarto del siglo veinte que desaparece en el mar. La composición del argumento recuerda a Andréi Rubliov solo que, en aquella la locura es un personaje secundario y tiene límite visible.

El tercer corto es de animación y en una escena un niño extraviado y un pequeño duende tienen la siguiente conversación:
-Esto no es la noche- dice el niño refiriéndose a la extraño vapor morado que cubre sus cabezas desde una distancia suficiente como para obtener el calificativo de cielo.
-Tienes razón. -contesta el otro- Sean cualesquiera que sean los misterios y males que trae la noche no se puede comparar con la penumbra que ahora viene – dicho lo cual se produce un silencio.

El último y cuarto corto era de estilo documental y tenía el curioso efecto común a cualquier documental histórico de vincular la experiencia contemporánea del espectador con la de generaciones anteriores, inmediatas o no. Parecía seguir el hilo argumental de la magnífica prosa de Mark Twain en aquel relato "Oración de Guerra", y tras el documental el segundo personaje queda muy afectado y sale de la sala antes de los créditos para encerrarse en los aseos a escribir la crítica de rigor a modo de diarios. Con caligrafía irregular el impresionable muchacho llena hasta la última página de la libreta. No será suya la tarea de procesar su contenido.

De esos aseos precisamente saldrá disparado el número tres justo en el momento en el que el segundo personaje escribe la última palabra de los diarios. En la huida que es este regreso a casa se incorpora el personaje número uno al cruzar aquel las taquillas de la entrada. Entre número uno y número tres hay una diferencia de peso que hemos olvidado mencionar. El tercero camina con un peso muerto añadido y solo caminan juntos los ochenta primeros metros. No lejos de allí, el risco sobre el cual se apoya el castillo de Edimburgo parece un iceberg y la fortaleza hongos petrificados llenos de ventanas. Desde allí arriba se ve el rastro que han ido dejando los tres personajes confundiéndose con las huellas de otros cuentos. Desde el cuarto de la residencia no se ve el castillo pero sí la parroquia que preside la Home St con su pestaña afilada como remate. Como el final de un cuento similar a un cuerpo ahogado cuya única parte visible en el medio de la corriente es la cabeza pequeña de un niño curioso y a todas luces demasiado confiado.


4 comentarios:

V dijo...

¿Por qué será que todos los Icebergs me suelen dejar un regustillo a tristeza? El Gran H (por lo gordo que estaba en sus ultimos días), también lo usaba por otras cosas. Habrá que intentarlo. O no...

De todas formas, como sabe, es un placer verle de nuevo por aquí.

Anónimo dijo...

Supongo que es parte del experimento, pero el hecho de que los personajes no tengan nombre, sólo números... hace una lectura complicada.

Más bien, bien por las metáforas beisbolísticas, bien por el Edimburgo que se narra. Etc.

Volved, Cucarachas, volved a la vida.

Cucaracha homicida dijo...

Sí, me imagino que es todo un tanto complicado, había pensado en hacer una distinción basada en otro tipo de graduación, o incluso con iniciales. Claro que yo tenía la estructura algo más clara en el borrador y para variar no he pensado en el señor lector.

Se trata, señores, de un vástago de la asesina ilustrada pero en su versión light. ¡Alégrense de seguir vivos!

Cucaracha Amarilla dijo...

Las cucarachas nunca mueren Lautremont. Si acaso no leer o no escriben. Pero nunca mueren