domingo, 30 de noviembre de 2008

Verde

Texto: Pepe Ruiz

Cancion: "High and Dry"

Hacia como 20 minutos que Robert Capland llevaba esperando en la estación de metro. Mascaba chicle, y no había comido nada durante horas sin duda para evitar el aliento. El sabor elegido esta vez fue menta fresca, lo cual le daba un sabor de boca mejor de lo que solía tener, aunque siempre le resultaba tremendamente desagradable aquel extraño frío en sus generalmente fosas nasales saturadas de mucosidades. Pero que otra opción quedaba ¿la fresa? El sabor le acababa dando acidez de saliva. No podía arriesgarse hoy.

Un maravilloso sol de primavera se estrellaba contra las escaleras mecánicas. Por la impaciencia, en vez de esperar a que su estampa subiese, se asomó para ver cuando aparecía por el fondo del pasillo. Siempre tenía que llegar tarde. Pero al final aparecía, y se olvidaba de todo. Llevaba una camiseta de tirantes del mercadillo de la plaza de la Mercé, y unos muy contraculturales pantalones de tela.

Ascendía lentamente, y Capland permaneció quieto e impasible como si no hubiese dado 40.000 vueltas al ver que no llegaba. Ambos sonreían, estúpidamente. Aunque tenía un año menos que él le, sacaba medio palmo y cuando se besaban tenía que auparse un poco, lo suficiente como para durante aquel tiempo, el tiempo en el que quedaban un par de veces por semana, se le endureciesen los gemelos. Tenéis razón, no es muy alto.

De todas formas y pese a lo incomodo de la postura, aquellos besos lentos e intensos, con la boca pequeña (esto hacia que se sintiese a veces coartado, o por lo menos, le hacia sentir contención, concepto opuesto a sus principios erótico-festivos) valían la pena. Tanto, que le gustaba recordarlos cuando se volvía a su casa. La sensación. La intensidad.

Todas las tardes en las que quedaban solían transcurrir de manera similar. Él esperaba, ella llegaba, y se dirigían al cauce seco del río, o a cualquier plazuela del barrio del carmen. Hablaban poco, se observaban mucho, y se cogían de la mano en días calurosos, cosa que a Julia le sacaba particularmente de quicio, pero para no crear una situación incómoda, se callaba.

El río es particularmente cómodo para las parejas adolescentes en los días de primavera. Ya sabéis el sol cae, y el césped aún esta verde, a veces mojado, la gente pasa y sonríe, o se santigua, o silba o mira o grita, o se calla, o no se da cuenta.

Después de inocentes magreos (accidentales moratones, mordiscos precisos, manos, tetas, culos, torpezas, acelerones, disculpas, y aquellos besos…) se quedaban tumbados. Generalmente, él, apoyaba la cabeza en su tripa, y empezaba a decir un montón de tonterías pseudos-maduras que a ella le daban bastante igual. Porque Robert Capland era la clase de adolescente que decía ser adulto, pero que escasamente sobrepasaba la talla física y mental de niñato. Es curioso, ella parecía una cría en varios aspectos y nunca intentó demostrar lo contrario, lo que la convierte en un ser tremendamente maduro.

La primavera terminaba, y aquella tarde caminaron los dos hacia otra parada de metro, para que ella se fuese a casa. En el anden, esperando, ella le abrazo mientras el se hacia el interesante, repitiendo el contacto carnal favorito; era como meter los dedos en un enchufe…

- Te quiero

- Yo también te quiero

Por supuesto los dos mintieron. Iban liándose con otras personas por ahí, y no tardarían en dejar de verse, con el fin de la primavera. Pero no nos concierne hablar de ese asunto. Por favor no hablemos hoy de lo efímero.

Cuando salió de ahí, tal vez por la luz, el cauce del río le resulto (y el mundo) le resultó de un color verde intenso de tacto suave, como su ropa interior.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Gris

-salgamos de este agujero Josías, antes de que sea demasiado tarde-

Ya no existe el Jazz, tan solo en los discos viejos y en los caros recopilatorios bien señalados y re-etiquetados que podemos encontrar en la Fnac. Yo nunca conocí el Jazz, (ni tampoco un verdadero hippy), no conocí su ambiente, su real impacto. Nada, no queda nada de eso. Imagino lo que fue, me lo imagino. Lo adapto desde y hacia mi punto de vista subjetivo. Lo convierto en un totem irreal, mítico, falso, y lo asocio con lo que me da la gana para terminar de corromperlo: con el cine negro, el tabaco rubio, las medias de seda, el cara o cruz, los gatos, y la planta intermedia de un parking. Y oh si, todo confluye, y hoy es un día tremendamente Jazz.

Para empezar es invierno (las estaciones del año, señor Millagui, son vitales, y al igual que los chinos vinculaban una parte del cuerpo a una estación y a un punto cardinal, yo digo que el jazz es para el otoño-invierno, y a electrónica para el verano), y esta nublado, amenaza con llover, pero todo se queda en mera palabreria. Se dice que no lejos si sucede, y la nieve cae a 1000 metros sobre el mar. Hace frío, lo va a seguir haciendo. Entre la planta de caja del parking y el 3er sótano, una tubería deja escapar agua, que a la chita callando forma un charco bastante considerable que es chafado por un felino que corre de debajo de un Volvo hacia unos cubos de basura. Puro jazz, puro jazz. No se oyen saxofones y no hacen falta.

Mi padre paga el parking. Quiero y no quiero imaginarmela en mi cuarto. Finalmente salimos de ahí en el coche, hacia lo gris (el color de la luz los días nublados), y sale de nuevo cara.

El parking (por el mero hecho d que el escritor así lo dice) permanece ahí, con sus ojos de gato y sus charcos. El señor de la garita, Vicente, permanece en su puesto. Así lo hará hasta que acabe su turno. Le gusta su garita, esta cómodo. No se pone la radio, ni la tele, no lee los periódicos. Es tan singular llamativo y entrañable como los símbolos de falange en las viejas placas de las viviendas de protección oficial. Se le nota consumido, plagado de arrugas, con el gesto muy serio, y un bigote adoc. Tiene tabaco, y un mechero gris de propaganda, pero no sé si fuma. Es feliz. En realidad creo que todo se la trae bastante floja. No creo que piense en su jubilación, y mucho menos en como nadie le retrate a sus espaldas. Él sencillamente está ahí, manteniendo una relación atemporal e indiferente con el mundo.

El reloj marca as cuatro, y un rayo bien definido de luz entra por la rampa. Lo mira con displicencia. No lo necesita.

domingo, 23 de noviembre de 2008

El vacio y el sentido

La escalera descendía cientos y cientos de escalones hacia un pasillo que se vuelve infinito a los ojos del perdido.

Nunca llego a imaginar que hubiera podido existir nada parecido debajo de una biblioteca pública (sirvieron como almacenes y refugio anti-aéreo en guerra, posteriormente como salas de interrogatorios. Actualmente sirven de almacenes de nuevo, encerrando libros que hoy no deberían de ser encontrados en una biblioteca, reflejos que negamos de nosotros mismos…).

Y al final, una enorme sala, tras una enorme puerta, tras estanterías plagadas de DVDS, cintas de Video, y rollos cinematográficos, en un pequeños rincón, unos pequeños ojos y una enorme barba están viendo una película sobe un colchón viejo. Cáscaras de frutas diversas se amontonan en montañas no muy alejadas del colchón, al igual que paquete de tabaco, colillas, mecheros y cerillas usadas. El extraño eremita no pareció advertir la llegada extraña, y continuó absorto observando las imágenes. Observa los diálogos sin parpadear, sin girar la cabeza. Parece que esté intentando ver cosas que hay detrás de la pantalla.

- Siéntate, hay sitio para dos- y se desplaza a un lado

- No quisiera molestar- el Robinson no contesta, sigue absorto en las imágenes. Sin mirar alcanza un paquete de tabaco y se enciende un cigarrillo. Sigue manteniendo su oferta de compartir el colchón, que al final acepta. Permanecen en silencio los dos la televisión. La película es “arsénico por compasión”, pero la están viendo sin subtitular en un idioma que no acaba de comprender.

- Es increíble- dice el ermitaño- la veas en el idioma que la veas esta película sigue sin tener gracia. Cada día el cine me da más asco- Continúan viendo la película, y fumando juntos tabaco rancio y comiendo fruta de temporada.

- ¿Quién eres?

- Mi nombre es Vladimir Poliakov

- Imposible, hace dos noches yo…

- Somos muchos

- ¿Y que se supone que haces aquí?

- Estoy viendo una película

Y si bien el tiempo desapareció la existencia de pronto cobró sentido.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Relato de Género

Ascensor para el cadalso, otra vez. ¿Qué diablos tenía aquella canción? Era como ver anillos de humo concéntricos en un verdadero garito de jazz, cosa que nunca podría hacer porque eso ya no existe. Se quedo mirando el techo, un buen rato, y pensó que salvo por aquella canción ya no tendría porque estar por allí, pero es que aquella canción estaba sonando, y permanecería mientras Miles siguiera sonando.

O si, "lupas" estaba preciosa aquella noche, sin embargo la prefería con la ropa de oficina y con sus maravillosas gafas de culo de vaso, que le resultaban tan inocentes... sin embargo, hasta que ella no se fue al baño, y la trompeta no rompió el zumbido del contrabajo, a todo le faltaba algo. Pero ahora todo era perfecto. Una mujer preciosa estaba sentada en un retrete pensando en él, una muralla de humo le impedía ver la puerta del local, en la ciudad se perpetraba un caos que será eterno, y que inexplicablemente ahora sabe dulce. Pero sobretodo Miles... Miles es el hilo conductor de todo esto. Y cuando acabe la canción ya no será lo mismo. Será peor.

"Ascensor para el cadalso" pensó, y puso la misma sonrisa que pone un condenado a muerte "es precisamente lo que es esta canción, una trampa. Te eleva mientras te anuda una soga al cuello y luego cuando acaba, te deja caer".

Dos segundos después, la canción había acabado, y el silencio consiguió llegar a través de los ruidos de las copas, y "Lupas" encontró sobre su silla su ropa, sus zapatos con sus calcetines dentro y su sombrero sobre la mesa. En un mal castellano intento denunciar a la Policía su desaparición, pero fue inútil. Nunca nadie más supo de él.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Microrelato




Lo miserable desde la teoría de la relatividad. Tú, antes en una plaza, con algunas botellas avalando tus decisiones. Caminas hacia un punto objetivo, hacia unos ojos verdes en concreto. Te miras bien. Admites que hay algo de mediocridad, algo de sulfato básico detectable. Pero has elegido precisamente ese objetivo por la falta de criterio, te las sabes todas. Contienes una carcajada, en una capital europea, quizás Madrid, la mujer de tu vida comparte cama con cuatro compañeros del trabajo. Qué más da, esta noche -solo por esta noche- Juan Pablo Castel y César Vallejo se dan la mano, como si llegara el momento de hacerse viejo. Ha habido suerte.

Tus amigos piensan que nada de lo que dices es cierto hasta que lo escribes. Entre el ruido y la furia de los ferrocarriles el camino a casa con la persona equivocada puede ser desastroso. Eso no lo sabías.
Recuerdas las palabras del aburrido Faulkner. The world is still. How still it is. El metro tarda demasiado en llegar a tu parada. La chica que te acompaña se ha quedado dormida. Es el problema de las segundas opiniones: demasiado tiempo para pensar. Sales sin despertarla. La próxima vez asegúrate de que no haya demasiada luz, la gente es propensa al arrepentimiento.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Sobre dioses y estatuas

Una vez la última piedra fue encajada en el muro impenetrable, y arquitectos y capataces fueron, lógicamente ejecutados, el secreto permaneció a salvo.

Ni un rayo de luz pudo penetrar en aquella habitación cerrada. Los inscripciones de las paredes solo fueron legibles durante 6 horas más, tiempo en el que las antorchas tardaron en consumirse. Después, todo quedo en silencio, a oscuras. Sí, la oscuridad, el silencio perpetuo, no tiene porque ser algo negativo o desagradable... son relaciones conceptuales del mundo de hoy, que se centra más en lo inmediato y lo dinámico, que se empeña en excluir a la muerte de la vida, como un niño que se repite a sí mismo que el hombre del saco no está debajo de su cama. Y huye... La muerte llega cuando llega, y a veces significa paz.

Protegido por las arenas del tiempo, por las dunas cambiantes, las inclemencias del desierto, los mitos, las historias, y los cuentos de niños, las lunas fueron pasando y la cámara permaneció inmóvil, permanente, incorrupta, sagrada.

Y así fue hasta que un día el sonido volvió a suceder. Fuertes y rítmicos mazazos, y tan incansables como un cobrador de deudas, derribaron la losa de piedra, que cayó al suelo, dejando entrar la luz (artificial) que durante tantos siglos había estado desterrada. Cuerpos extraños sujetaban linternas y lámparas, sudados, sin aliento, respirando, consumiendo la atmósfera que no debía ser de nuevo experimentada por un organismo vivo. Se sustrajeron los tesoros del faraón, se clasificaron y se etiquetaron, exibiendolos en museos, a la vista de cualquiera, como monstruos de circo, como simples pescados en una tienda. Y en la pista central, el sarcófago, abierto, y el cuerpo faraón, que mantenía una ya inútil expresión de solemnidad.

Observándolo, casi como si se hubiese hecho con toda la crueldad del mundo, en el lado apuesto de la sala nº 15 del museo de historia natural, (y como parte de una exposición itinerante) estaba el Dios Seth, con su expresión terrorífica y hierática. Ahora ya solo era una estatua.